El silencio de los hornos

Una reflexión sobre pan, memoria y comunidad


Lo cotidiano que se pierde

Hay cosas que muchas personas hemos vivido, aunque no siempre hablemos de ellas.
No se trata de recetas, ni de técnicas panaderas. Es más bien una historia. O quizá una reflexión.
Una de esas que nos hacen pensar en todo lo que se pierde cuando dejamos de mirar lo cotidiano.

Porque, hasta no hace tanto, en la mayoría de los pueblos había un horno.
Uno de los de antes.
De leña, de madrugar, de sacar pan caliente cuando aún era de noche.
Y ese horno no solo daba pan: sostenía parte de la vida del pueblo.


Pan y pueblo

Tal vez tú no llegaste a verlo. Pero quizás lo vivieron tus padres, o tus abuelos.
De una forma u otra, todos guardamos esa imagen en la cabeza.

El olor del pan recién hecho.
La gente esperando con la cesta.
Los saludos entre vecinos.
El panadero con la pala.
Ese pequeño ritual de ir al horno por la mañana.

El pan formaba parte del día a día. Era algo básico, que siempre estaba ahí. Pero también tenía su importancia.

Porque el pan no es cualquier cosa.
Es uno de los alimentos más antiguos que existen, base de la alimentación en muchas culturas.
Aporta energía, alimenta, acompaña.
Y, sobre todo, une.

Está presente en las comidas cotidianas, pero también en los momentos importantes:
cuando nace alguien, o —por desgracia— cuando alguien se va.

Y si algo lo demuestra es la enorme variedad de panes que existen.
Baguettes, hogazas, panes morenos, integrales, candeales, dulces, con semillas…
Cada uno con su historia, su forma de hacerse, su cultura detrás.

Pero lo más importante de todo es que, detrás de cada pan, siempre hay alguien:
el panadero o la panadera.


El valor del oficio

Hacer pan no consiste solo en seguir unos pasos.
Es un oficio. Y como todo oficio, requiere tiempo, paciencia y conocimiento.

El panadero no solo amasa.
Sabe cuándo una masa está en su punto, cómo responde cada tipo de harina, cómo ajustar tiempos y temperaturas, cómo leer una fermentación.
Y todo eso lo hace trabajando muchas horas, de pie, con frío o con calor, y a menudo de madrugada.

Pero su papel va mucho más allá de la técnica.
Porque no solo hace pan: sostiene una tradición.
Una que se transmite de generación en generación.
Una que habla de compartir, de cuidar, de estar atentos a los demás.

El panadero no solo alimenta el cuerpo: también alimenta el alma.
Aporta algo esencial a la comunidad.
Un alimento, sí, pero también un gesto de oficio, de constancia, de cuidado.

Y eso, aunque a veces pase desapercibido, merece ser reconocido.

Porque cuando un horno cierra, no se va solo el pan que se cocía en él.
Se apaga una forma de encontrarse.
De cruzarse un momento por la mañana.
De empezar el día con algo hecho por unas manos conocidas.


Lo que aún sigue vivo

Por suerte, todavía quedan panaderos que siguen ahí.
Que madrugan, que encienden el horno, que cuidan la masa y no dejan que se pierda lo aprendido.

Y también hay muchas personas que están volviendo a valorar la panadería artesanal.
Esa que no busca el precio más bajo, sino la calidad.
Esa que no corre, pero deja huella.

A todos ellos: gracias.

Y si tú haces pan en casa, aunque sea de vez en cuando,
aunque solo sea con lo que tienes a mano,
también formas parte de esto.

Porque cada vez que amasamos,
cada vez que compartimos un trozo de pan con alguien,
estamos sosteniendo algo que va más allá de la receta.
Estamos encendiendo, aunque sea un poco, el horno que no queremos que se apague.

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